La tarea
Hoy, como el Comtrex, tengo diez razones para cerrar el quiosco. La primera de ellas, designada representante por todas las demás, es que las maquinaciones de este reino han dejado de intrigarme. En algún momento dejó de ser un reto. Y entonces, ¿para dónde?
Cuando uno es el recién llegado, acepta las mentiras, las irresponsabilidades, los cuartos de hora y todos aquellos pequeños inconvenientes, bautizándolos como gajes del oficio. Pero llega el momento en que ya no son siquiera obstáculos. No son contrapeso, no son competencia. Son peso muerto en tu propio bando.
Haciendo honor a mi costumbre de repensar las cosas al punto que pasan de moda, me he detenido a ver por qué puerta saldré. El peligro es que con todo ese tiempo, el optimismo germina, encuentra una grieta, hace de las suyas, me corta la viada. ¿Han visto cómo le hacen esas adorables plantitas para nacer en medio del concreto de la vereda? Roñosas hierbas, arruinando los planes del prójimo.
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Para el sábado había planeado tantas cosas, y salieron todo lo bien que puede esperarse. Era como asistir a un rodaje, todo muy bonito. E irreal. Algo hacía falta.
Hasta que me di cuenta que la ausente era yo (perdón, perdones a todos los que tuvieron la mala suerte de verme). Así que el domingo dejé el acto de jovialidad, di por concluido el fin de semana, y me quedé a oscuras, sondeando los ánimos. Hora del balance. Apliquemos un pequeño ejercicio aprendido en nuestra tierna juventud.
Érase una vez esta mujer que nos daba clase, cuando querían enseñarnos a pensar con lógica y otros ingredientes exóticos. Tan rígida ella, tan exigente, tan puntual. Las veía yo verdes los sábados a las siete de la mañana. Especialmente porque para mí sábado a las siete significa en realidad sábado alrededor de las siete, o para ser honesta, sábado pasado de las siete. Nunca logramos llegar a un acuerdo en este punto. Un par de ocasiones me quedé fuera.
Volviendo al tema, un día llega y en vez de averiguar cómo íbamos con nuestros proyectos, nos pregunta para qué estamos vivos. Nos despertamos de un salto, mirándonos unos a otros, pregunta capciosa, por dónde caerá el hacha. Estábamos listos para ir a recuperación. A pagar la tutoría. Reprobados.
Claro, ella tenía la respuesta de antemano (trato de recordar eso cada vez que le hago una pregunta a los chicos, de que algo de injusto hay en exigir una respuesta que tienes predeterminada en tu cabeza), y después de mirarnos con sus ojos de águila, nos gritó: '¡Para ser felices pues, criaturas!'
Era la frase tan chocante con su habitual comportamiento, que no la asimilamos, solo nos dimos por aliviados de haber salido del trance, cálculando los puntos que nos habíamos librado de perder. Varios años después, cuando volvió a ser mi profe y volvió a dejarme fuera por llegar tarde -distintas las razones; clases a las seis, todos huyendo de nuestros trabajos- la conocí mejor y comprendí que su fase robótica era parte del disfraz.
Si algo saqué en limpio de ese curso, a más del odio por madrugar los sábados, es ese ¿para qué estamos vivos? Las más de las veces tengo que confesar que no estoy haciendo bien la tarea. Porque me atraganto con una lista de actividades, enredos, principios, parámetros, que al final tendría que tener nueve vidas para cumplir con la mitad. Y en el trayecto, no estoy disfrutando de todas mis obras, de todas mis conversaciones, todos mis afectos, todos mis delirios. Estoy demasiado ocupada planificando y preocupándome por parecer adulta y responsable, como para darme cuenta si estoy o no feliz, o si puedo hacer algo para cambiarlo. Estoy perdiendo el tiempo otra vez, y ya estamos grandes para esto.
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