Al fondo y de vuelta
La desidia me llevará lejos. A Alcatraz, por ejemplo.
De antemano disculpas por el rant de hoy.
Tenía todo el fin de semana para desgrabar la dichosa entrevista a los vikingos esos (vikingos que me enviarán a hacerle una visita a Odín y usarán mi cráneo como adorno si llegan a enterarse como los ando catalogando). ¿Lo hice? Nooo. Ya mismito, me decía. El sábado por la mañana me dije que era muy pronto, y que después del viernes de locos que tuve, me merecía dormir hasta tarde. Mi jefe decidió que no era digna yo de tal recompensa, y su llamada me despertó a las ocho de la madrugada. Tuve que venir al periódico. Llegué con las justas a ver una película bastante extraña, una representación de la muerte de Marat. Cuando era pequeña, veía el cuadro que le hizo David y me daba una pena... Más tarde me intrigó todo ese asunto de la Corday, que para mí era más leyenda que nada. Me intereso más por la chismografía histórica que por los hechos solemnes, que al fin y al cabo mentira suelen ser, y prefiero que me diviertan, y que no pretendan que no sé que me mienten.
En la conciencia me latía el recuerdo de la grabación, pero le di matarile. Tenía toda la noche. Además, me encargaron encontrar un regalo para un cumpleaños, y me fui a buscarlo. Nada. Le di tres vueltas a ese centro comercial, creo que entré dos veces a la misma tienda. No compré ni un mísero caramelo. Iba por último a llevarme unos zapatos, pero en ese momento fue como si Dael se desdoblara y me diera una bofetada virtual. ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Ahora compras para hacer tiempo? ¿Es una nueva terapia, o qué?
Me regresé bastante disgustada conmigo misma. Y no, no trabajé. Tengo Eragon pendiente, me dije, y Namida está esperando ansiosa para prestarme la segunda parte, Eldest. Así que hecha la amiga responsable, decidí devolver el libro al día siguiente. Pero Reivaj apareció a conversar, había comida chatarra, reinó la pereza y me quedé dormida.
Ayer, la mañana se me fue volando. Namida me hizo acuerdo que queríamos ir a ver una puesta del Circo del Sol en el Imax. Tengo una amiga que vive contándome de la vez que fue a verlos, así que desde que vi el anuncio en el periódico venía preparándome sicológicamente para superar mi fobia a la pantalla tan gigante y tan cercana. Que me voy. Y nos fuimos. Y a mí que para corolar normalmente no me gusta el circo, me encantó. Visualmente sobre todo, fantásticos los equilibristas. Y también porque pude recordar la frase esa de las tres llaves, y de que es tu vida, pero es nuestro destino.
Entre que llovía y que conversábamos se hizo de noche. Ah, total, es hora y media de grabación, el resto lo tengo en apuntes, no me tomará tanto. Así toda determinada, a las nueve de la noche recién empecé a escribir. Para mi fortuna, no estaba tan inentendible el asunto. Iba por la mitad, cuando empieza a sonar el teléfono. No había nadie en casa. Lo ignoré. Volvió a sonar. Lo seguí ignorando. Pero dale que llamaban. Renegando, me pongo de pie, con los audífonos pegados a la cabeza, la grabadora pegada a los audífonos, la grabadora al suelo, el cassette que sale volando y con él mi vida.
Dejé que el maldito teléfono siguiera timbrando, recogí mis cachivaches y me senté en el suelo a esperar que nada hubiese pasado. Probé. Negativo. ¿Se rompió el cassette? ¿O la grabadora? Puse el lado B. Todo perfecto. El único problema era el lado A. Algo le había pasado a la cinta. Quizá, en un instinto de autoprotección, el aparato este me borró todo.
Contemplé llorar amargamente, pedir ayuda, levantarme y darle con la silla a todo objeto cercano, incluida yo misma. Pero el hastío comenzó a hacerme imaginar otras cosas, como por ejemplo, contarle a mi jefe que el asunto ese se había ido a la porra y que cómo le hacíamos. Empecé a reír. Sabía que quizá no debía hacerlo, pero me permití seguir. Así me encontraron mis hermanos media hora después, cuando llegaron a preguntarme si alguien los había llamado en su ausencia.
Si algo tienen estos pelados es que me cachan sin necesidad de mucha explicación. Me quitaron la grabadora de las manos, escucharon, dedujeron solitos lo que había pasado, me pidieron un cassette nuevo, sacaron un par de pinzas minúsculas de no sé dónde y me dijeron que parara de reír como estúpida. Con aire de zapadores, se pusieron al trabajo. Al rato no sonaba ni el lado A ni el B. Nuevo intento.
Ya está, dijo Reivaj. Echó a andar la tontera esa, y por dos o tres segundos, escuché la voz de los vikingos como las bacantes debieron haber oído cantar a Orfeo. No más. Acto seguido, la cinta procedió a enredarse, de manera que hubo que parar el mágico momento para darnos cuenta de que se había hecho nudo y además, se había roto.
Les permito imaginarse la mirada que intercambiaron, la cara con que me contemplaron un instante después.
En ese momento, pensé en lo que le había dicho a una amiga rato antes. Cuando Dios quiere que me mueva para algún lado, tiene que darme una buena patada. Tomémoslo con filosofía. Qué raro que tanto dependa de un pedazo minúsculo de plástico.
A estas alturas y con la ayuda de la fiel masking tape, mis hermanos han reparado la cinta, yo he sacado toda la grabación, bajado información nueva, dormido cuatro horas, recuperado la estabilidad emocional y concluido una cosa.
No quiero volver a pender de un hilo tan barato. Si voy a jugar al teleférico, que sea con un pedazo de cuerda élfica, por lo menos.
Voy a entregar ese artículo. Voy a hacerlo como a mí me guste. A lo que salga. Y luego, será hora de las audiciones.
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