Paciencia, Dael
El ente se ha conseguido un iPod. Suerte que tienen ciertas personas. Pero su jefe ya lo retó por estar pegado a esa cosa de manera que no oye cuando lo llaman. Como entre ellos son medio panas, le amenazó con quitárselo y escondérselo si se sigue alienando. Así que no se le ocurre nada más que venir a dejarlo en mi puesto, sin darme tiempo ni para preguntar qué pasa. Luego me dice que es para que no se lo secuestren. O sea, yo de niñera y gratis.
Y ya entiendo por qué el jefe protesta. El volumen está como para poner a bailar a toda la planta alta. ¿Cómo aguantan los tímpanos de este muchacho? Mejor dejo esa cosa ahí, aunque según estoy viendo tiene casi todo lo de Linkin Park, y hasta Keane.
De repente viene Mil, me hace conversación, y se nos ocurre ir a comprar helado. Quince minutitos, que yo tengo que volver. Se hacen como treinta, y cuando ya estamos regresando felices de la vida, me acuerdo.
El dichoso iPod.
Abandonado.
En mi escritorio.
Damn.
Nunca jamás se me ha perdido nada acá, suelo dejar el teléfono y demás tereques tan campantes, porque soy una despistada de campeonato, pero resulta que esto es nuevo, y ajeno, y caro (es ese de Apple) y condenado el ente por dejarlo ahí, ¿en qué estaba pensando?
Corre Dael corre. La oficina está vacía. Y ahí sigue el artilugio ese. Lo recojo y voy a devolvérselo al sirviente de Sauron, que me pone cara de que no entiende nada.
Y después me preguntan por qué a veces lo quiero matar.
Ah, cierto. Creo que ya consiguió esta dirección. Así que, si pasas por aquí, estimado ente: mi escritorio no es bodega. (Parece, por la de cachivaches que hay, pero no es.)
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